Recuerdos de la niñez madura, acorde no a una edad en la que prevalece la irreverencia más no la sapiencia propia de el tesón adulto. La cotidianidad que exuda de cada momento trivial de esta vida alocada y soéz, impedía atraer ciertas imágenes, atrapadas en el baúl de los recuerdos. Aquél baúl que arrinconado tengo al final de mi constancia, aquél baúl que encierro con llave dorada suplicando nunca más hacerlo abrir, pues invade cada fibra melosa de mi lado humano. Me hace llorar, me convierte en algo que no soy, que detesto ser. Pero siempre hay una segunda oportunidad para repetir (y así comprender lo hermosamente) vivido. Visto de la perspectiva iracunda de la dudosa sociedad que impera y destruye el paso con mordaces llantos. Esa sociedad que atrae a las masas, las cuales anhelan formar parte de ella. Tontas, ilusas, sin sentido. La niñez me lleva a los rincones añejos de un loable barco, pequeño, cálido y sustentable. Corriendo por sus entrelazados andadores de madera, brillantes...
Y avoquémonos a algunas de las postales que han permitido ver las cosas en otra forma y fondo, aquellas que han cambiado la percepción de las cosas en su seguro servidor (uh?). La acera de un poblado, donde sus flores caidas y hojas marchitas, tapizan la loable tierra. La imagen de un niño usada para cometer fraude en agravio del pueblo, muy común en mi país. La torre de pemex, alto y flagelante, lugar donde residen los encargados de enriquecer sus bolsillos. Una imagen homoerótica... en verdad freaky. El atardecer...
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